Libro II
Comercio y alianzas con los reyes de Limasawa y Butuán
Ceremonia y alianza militar
En la isla de aquel rey que conduje a la nao, encuéntranse pepitas de oro grandes como nueces y aun huevos, sólo con cribar la tierra. Todas las vasijas de ese rey son de oro e incluso alguna parte de su casa. Así nos lo refirió él mismo. Por su esmero en el vestir y cuidado, resultaba el más hermoso de los hombres que viésemos entre estos pueblos. Sus cabellos negrísimos le alcanzaban a media espalda, bajo turbante de seda: pendían de sus orejas dos aros inmensos de oro. Unos pantalones de paño, bombachos, enteramente recamados de seda, cubríanle de cintura a rodilla. Al costado, una daga con descomunal empuñadura --de oro también--, y su funda de madera tallada; en cada diente ostentaba, por fin, tres manchas de oro, que parecía que en él estuvieran engastadas. Olía a los perfumes de estoraque y de benjuí; era oliváceo bajo su mucha pintura. Su isla se llama Butuan y Calagan. Cuando estos reyes quieren encontrarse, reúnense los dos para cazar en la isla ante la que nos hallábamos. El primer rey se llama Colambu; el segundo, rajá Siain.
El domingo, , envió muy de mañana a tierra el capitán general al sacerdote, con alguna escolta, para que preparasen dónde decir misa y al intérprete para advertir que no íbamos a bajar para comer con ellos, sino para oírla.
Aunque sin más, el rey envionos dos cerdos muertos. Cuando llegó la hora de la ceremonia, desembarcamos alrededor de cincuenta hombres, sin las corazas pero armados y con la mejor ropa que pudimos. Antes de llegar a la playa, disparáronse seis bombardazos en señal de fiesta. Cuando pisamos tierra firme, ambos reyes se abrazaron a nuestro capitán general, situándole después entre ellos y en tal orden acudieron al lugar consagrado, no muy lejos de la orilla. Antes que el Sacrificio comenzase, el capitán roció todo el cuerpo de los reyes con agua perfumada. Ofrecimos las limosnas; acercáronse los reyes, como nosotros, a besar la Cruz, aunque sin ofertorio.
Al elevar el cuerpo de Nuestro Señor, permanecieron de rodillas y lo adoraban con las manos juntas. Las carabelas dispararon toda su artillería a un tiempo al alzarse el cuerpo de Cristo, dándole la señal de la tierra con arcabuzazos. Terminada la misa, algunos de los nuestros comulgaron. El capitán general ordenó empezar un baile con las espadas, en lo que tuvieron los reyes gran placer; hizo que trajesen más tarde un crucifijo con los clavos y la corona, al cual prestó reverencia al punto. Explicoles por el intérprete que no era otro el estandarte que le diera el emperador, su amo, para que, por doquiera que estuviese, dejase aquella señal suya y que él quería plantarla allí hasta en beneficio de ellos. Para que, si se aproximaran naves de las nuestras, supiesen por la cruz que nosotros habíamos estado allá antes y no causaran estrago ni en ellos ni en sus cosas. Que, si apresaban a alguno de los suyos, sólo con mostrarles aquella señal lo dejarían libre. Y que convenía, en resumen, plantar la cruz aquella sobre la cima del monte más alto que hubiera allí, para que al verla cada mañana, la adorasen; que era el modo de que ni truenos, ni rayos, ni tempestades, les perjudicaran en cosa alguna.
Se lo agradecieron mucho, asegurando que harían todo aquello de buen talante. Aún les instó a manifestar si eran moros o gentiles o en quién creyeran; y contestaron que no adoraban a nadie, reduciéndose a levantar las manos juntas y la cara, al cielo y que a su dios le llamaban "Abba", cuyas manifestaciones llenaron al capitán de alegría. Viéndolo, el primer rey alzó al cielo las manos y dijo que desearía, si fuese posible, darle pruebas de su amor hacia él. Repuso el intérprete que por qué motivo disponían allá de tan pocos alimentos. Contestó que no habitaba en aquel lugar sino cuando venía de caza y para ver a su hermano; sino que moraba usualmente en otra isla con los suyos.
Instósele a que, si tenía enemigos, declaráselo, pues en tal contingencia, acercarían las naves a destruirlos y les obligarían a obedecerle. Lo agradeció, manifestando que tenía a dos islas enemigas, sí, pero que no era ocasión de atacarlas. El capitán dijo aún que, si Dios determinaba que en otro periplo arribase por estas tierras, conduciría a tantas gentes, que habría de dejárselas por completo sometidas (a Colambu). Que era ya hora de ir a almorzar y que volverían luego para que se pusiera la Cruz sobre el monte. Insistieron en que les placía. Tras hacer desfilar en parada al batallón y la descarga de sus mosquetes, abrazose de nuevo el capitán con los dos reyes y tomamos licencia.