Libro II
Batalla de Mactán y traición de Cebú
Rebeldía del señor de Celapulapu y combate
El viernes 26 de abril, Zula, señor de la isla de Matan, envió a uno de sus hijos para que se presentase ante el capitán general con dos cabras; y diciéndole que él hubiese querido rendir entero su tributo, pero que el otro señor de allá, , negábase a obedecer al rey de España, y no lo había completado. Y que, la noche siguiente, le mandara una sola lancha llena de hombres, pues él cooperaría en el combate. El capitán general decidió ir en persona, con tres embarcaciones. Le suplicamos reiteradamente no viniera, pero él, buen pastor, negábase a abandonar a su rey. A medianoche, partimos sesenta hombres, armados con coseletes y celadas, junto al rey cristiano, los príncipes y algunos poderosos, más veinte o treinta balangai; llegamos a Matan tres horas antes del amanecer.
No quiso el capitán combatir desde el primer momento; antes ordenó advertirles, por el moro, que, si querían obedecer al rey de España, y reconocer al rey cristiano como su señor, pagándonos además el tributo, sería él su amigo; mas de lo contrario, que aguardasen a saber cómo herían nuestras lanzas. Respondieron que, si nosotros disponíamos de lanzas, las de ellos, de caña, habían ardido en el incendio, como sus armas todas; y que no empezásemos el asalto entonces, pues era mejor aguardar a que rompiese el día, que iban a ser más gente.
Lo cual proclamaban a fin de que emprendiésemos su persecución, pues habían cavado fosas detrás de las viviendas y querían hacernos caer allí. Hecho el día, saltamos al agua --nos llegaba al muslo-- cuarenta y nueve hombres sólo y avanzamos más de dos tiros de ballesta hasta alcanzar la playa. Las lanchas no pudieron avanzar de ninguna forma por los pedruscos a flor de agua casi. Los otros once hombres quedaron a su cuido. Cuando alcanzamos la tierra, aquella gente había conseguido reunir tres batallones con más de mil quinientos indígenas. Cuyos tres, de pronto, al oírnos, abalanzáronse hacia donde estábamos con fortísimas voces, uno por cada flanco, de frente el otro. Cuando se percató de esto el capitán, dividionos en dos grupos, y así dio comienzo la refriega. Los escopeteros y ballesteros tiraron desde demasiado lejos, cerca de media hora en vano, traspasándoles sólo los escudos, hechos de tabla delgadísima, y los brazos. El capitán gritaba: ¡No disparéis! ¡No disparéis!, mas no le valía de nada. Cuando vieron los otros que las balas no los herían, determináronse a insistir, y arreciaban en sus gritos. En el momento de cada descarga, no la aguardaban quietos, sino con saltos de acá para allá; a cubierto de sus escudos, disparábannos tantas flechas, tantas lanzas de caña (sobre el capitán general, alguna de hierro), tantas jabalinas endurecidas al fuego, piedras y fango, que apenas nos podíamos defender.
Ante ello, comisionó el capitán a algunos, para que les incendiasen las casas y asustarlos.