Libro III
Alianza con el rey de Tadore
Sueño premonitorio y efusividad del sultán Manzor
El viernes 8 de noviembre de 1521, tres horas antes de tramontar el sol, arribamos al puerto de una isla llamada Tadore, y, anclando en un fondal de veinte brazas, hicimos una salva completa. Al día siguiente, vino el rey en un prao y dio una vuelta completa a nuestras naves. Pronto nos acercamos a él en una lancha, para honrarle; nos hizo subir a su prao y sentarnos junto a él. Hallábase bajo una sombrilla de seda, cubierta también por los lados. Ante él, uno de sus hijitos sostenía el cetro real; dos servidores, vasijas de oro con agua para las manos: otros, en fin, guardaban ánforas llenas de betrel.
Dijo el rey que fuésemos bien venidos; que, como él, mucho tiempo atrás, ya soñara con ciertas naves llegando a Maluco desde remotísimas tierras, para comprobarlos había invocado a la luna. Y que ya en la luna nos vio, porque quienes llegaban éramos nosotros.
Al llegar el rey a la carabela, muchos besaron su mano; luego, lo condujimos a la cámara de popa, y, por no inclinarse para entrar en ella, saltó por la escotilla.
Hicímosle que ocupara un sillón de terciopelo rojo, cubrímosle con una veste de terciopelo amarillo a la turca, y para más honor, sentámonos los demás en tierra en torno a él. Tras ello, el rey reanudó su discurso: que él y todos sus pueblos querían sea a perpetuidad fidelísimos amigos y vasallos de nuestro rey de España, aceptándonos a nosotros como verdaderos hijos suyos; que debíamos bajar a tierra como a nuestra propia casa, porque, en adelante, ya su isla no iba a llamarse más Tadore, sino Castilla, del gran amor que alentaba hacia el rey y señor nuestro.
Dímosle presentes: que eran la túnica, la poltrona, una pieza finísima de tejido, cuatro brazas de paño escarlata, un corte de brocado, un paño de damasco amarillo, algunos lienzos indios bordados en oro y seda, un trozo de berania blanca, tela de Cambaia, dos barretinas, seis sartas de cristalillos, tres espejos grandes, doce cuchillos, seis tijeras, seis peines, algunos vasos dorados y otras cosas. A su hijo, un paño indio de oro y de seda, un espejo grande, una barretina y dos cuchillos. A otros nueve de sus principales, un pedazo de seda a cada uno, barretinas y dos cuchillos. Y a muchos otros, a quién barretinas, aquién cuchillos, lo repartimos todo, hasta que el propio rey decidió que bastaba.
Repitionos después no tener sino la propia vida que enviar al rey nuestro señor, y que debíamos aproximarnos más a la ciudad, pues si algunos de los suyos se encaramaba a las naves de noche, haríamos muy bien dándole muerte a tiros. Tampoco al salir de la camareta quiso agacharse. Al despedirse, disparamos todas las bombardas. Este rey es moro y como de cuarenta y cinco años; bien constituido, de majestuosa presencia y excelente astrólogo. Vestía en tal punto una camiseta de tela blanca sutilísima, con los bordes de las mangas bordados en oro, y una especie de faldas desde la cintura hasta casi los pies descalzos. Tocábase con turbante de seda, más una guirnalda de flores encima; le llaman rajá sultán Manzor.