Libro III
Avería de nao Trinidad
Expertos en buceo
Habiendo decidido partir de Maluco ya, vinieron el el rey de Tadore, el de Giailolo, el de Bachian y un hijo de Tarenate; todos, para escoltarnos hasta la isla de Mare. La nao Victoria izó velas y adentrose sin prisas aguardando a la Trinidad; pero ni tiempo le dio a ésta de levar anclas, sin que notase que hacía agua por el fondo.
Entonces, la Victoria regresó e inmediatamente empezaron a deslastrar la Trinidad, por si la remediaban así. Oíase penetrar el agua en el casco como por una boca de cañón; sin encontrar ésta, empero. Todo ese día y el siguiente, no hicimos más que manejar la bomba, aunque sin resultado.
Al enterarse, nuestro rey se personó en la nao con presteza, fatigándose en inquirir por dónde venía el agua. Ordenó que se zambulleran cinco de los suyos, en persecución de la fisura. Permanecieron más de media hora bajo el mar, sin avistarla. Al convencerse el rey de que no podían, y de que la nao cada vez flotaba menos, llorando casi, nos dijo que enviaría a buscar a tres hombres que habitaban en un extremo de la isla, pues ésos resistían bajo el agua largo rato.
El viernes, muy de mañana, presentose nuestro rey con los tres aludidos, y les mandó que se sumergieran con los cabellos sueltos, para que éstos notaran la fisura. Durante una buena hora estuvieron los tales en el fondo, sin dar tampoco con ella. El rey, cuando se convenció de que no quedaba remedio, dijo con más llanto: "¿Y quién irá ahora hasta España, ante mi señor, para darle noticias de mi?" Respondímosle que iría la Victoria, para no perder el levante que empezaba entonces; mientras la otra, hasta que la repararan, aguardaría al poniente, para acercarse a Darién que está en la otra parte del mundo, en la tierra de Diucatán.
El rey repuso que disponía de doscientos veinticinco calafates que se esforzarían en la compostura; y que a aquellos de los nuestros que se quedaran allí habría de tratarlos como a hijos propios, sin que les cumpliera otro esfuerzo que el de mandar sobre dichos calafates. Repitiendo esto con tal pasión, que nos hizo llorar a todos. Nosotros, los de la Victoria, temiendo que la nave se nos abriera por exceso de carga, la aligeramos de sesenta quintales de especias, depositándolas en el almacén, donde los otros habíanse refugiado. Algunos de nuestra carabela quisieron quedarse allí igualmente, por temor a que su casco no resistiera hasta España, pero, sobre todo, por miedo a morir de hambre.