Libro II
Evangelización de Cebú
Cura milagrosa del hermano del rey
Preguntó un día el capitán general al rey y a sus edecanes por qué razón no quemaban sus ídolos, según prometieran, habiéndose hecho cristianos y por qué se les sacrificaba aún tanta carne. Contestaron que no es que se contuviesen por ellos mismos, sino por un enfermo: por ver si los ídolos le volvían la salud. Pues eran cuatro días ya que no hablaba. Era hermano del príncipe y el más valiente y sabio de la isla. El capitán insistió en que se quemasen los ídolos y creyeran en Cristo: pues, si el enfermo se bautizaba, sanaría al punto y que, de no obedecer, les cortaría la cabeza.
Respondió entonces el rey que lo harían, pues creía en Cristo verdaderamente.
Marchamos en procesión desde la plaza al hogar del enfermo, como mejor supimos y allí lo encontramos, que no podía ni moverse ni hablar. Bautizámosle, así como a sus dos esposas y a diez doncellas. Luego, el capitán le preguntó cómo se encontraba. Habló de repente y dijo que, por la gracia de Dios, bastante bien.
Ese fue un manifiestísimo milagro en nuestros tiempos. Oyéndole hablar, el capitán dio conmovidas gracias al Señor; dándole entonces una tisana que le había hecho preparar.
Más tarde, enviole un colchón, un par de sábanas, una colcha de paño amarillo y una almohada y cada día, hasta que se repuso completamente, le mandaba tisanas, aguas de rosas, aceite rosado y algunas conservas de azúcar. Antes de los cinco días hallábase en pie; se ocupó en que echaran al fuego, delante del rey y de la población reunida, un ídolo que habían mantenido oculto ciertas viejas en su casa y ordenó, por último, que se destruyesen muchos tabernáculos de junto al mar, donde se solía comer la carne consagrada. Ellos mismos, gritando: "¡Castilla!", "¡Castilla!" los echaban por tierra; afirmando que, si Dios les daba vida, habrían de quemar cuantos ídolos hallaran, mal que hubiesen de registrarlos por la casa del rey.
Los tales ídolos son de madera, huecos y sin tallar en el reverso; tienen abiertos los brazos, hacia dentro los pies, las piernas separadas y desmesurado el rostro. Este, con cuatro dientes enormes, como de jabalí y la estatuilla entera, pintarrajeada. Hay en esta isla muchas villas. He aquí sus nombres, como los de los señores de cada una: Cinghapola, con sus señores Cilaton, Cigubacan, Cimaningha, Cimatichat, Cimabul; Mandani, con su señor Apanovan; Lalan, con su señor Theteu; Lautan, con su señor Iapan. Además, otras: Cilumai y Lubucun. Todos ellos nos obedecían y nos daban víveres y tributos. Cerca de la isla de Zubu, por otra parte, había otra, Matan, en cuyo puerto precisamente, nos resguardábamos. La villa que incendiamos estaba aquí y su nombre era Bulaia.