Libro III
Comercio con el rey de Borneo
Comitiva comercial en el palacio real
Al día siguiente, permanecimos en casa hasta el mediodía; luego, nos acercamos al palacio del rey a lomos de elefantes, y con los obsequios ante nosotros, como en el atardecer anterior. Así, hasta el palacio real. Aparecían todas las calles repletas de hombres con espadas, lanzas y escudos, según el rey lo ordenó.
Siempre sobre los elefantes, pisamos el patio del palacio, más tarde, a pie, una escalera en compañía del gobernador y de otros jerarcas, hasta penetrar en una sala grande, llena de muchos nobles, donde se nos acomodó sobre unas esteras, dejando cerca las vasijas con nuestros obsequios. Al fondo de esta sala recaía otra más alta, aunque menor, adornada enteramente por reposteros de seda, en la que abríanse dos ventanas con cortinas de brocado por las que penetraba la luz. Trescientos peones, con las espadas desnudas sobre el muslo, formaban allí la guardia del rey. Y enfrente, distinguíase una segunda abertura, cuya cortina de brocado recogiose pronto.
Vimos allá al rey, sentado a una mesa con un hijo suyo muy niño, mascando betrel; detrás, sólo sus mujeres. Aína, uno de los nobles, nos informó de que no podíamos hablar con el monarca, y que, si queríamos alguna cosa, se la dijésemos a él, quien debería retransmitirla en tal caso a otro más noble, éste a un hermano del gobernador --quien había pasado a la sala más pequeña ya--, y el gobernador, por penúltimo, la repetiría a través de una cánula que cruzaba la última pared a alguien que estaba con el rey dentro. Y nos mostró cómo debíamos hacer ante éste las tres reverencias: juntando, en cada una, sobre la cabeza las manos, y no besándonoslas después hasta haber alzado primero un pie y luego el otro. Así fue hecho, por ser aquella su reverencia real.
Le expusimos que éramos del , quien nos mandó a concertar paces, y que no pretendíamos otra cosa que poder traficar. Hizo el rey que nos dijesen que, puesto que el rey de España quería ser amigo suyo, él le hacía feliz serlo del de España; y que tomáramos agua y leña de sus estados, comerciando a nuestro gusto, además. Dímosle los presentes: ante cada uno, medio iniciaba una reverencia.
Había para todos nosotros brocatel y lienzos con oro y seda, que colocaron sobre nuestro hombro izquierdo, aunque retirándolos al punto. Sirvieron una colación de clavo y canela; y volvieron a correr la cortina y a cerrar las ventanas.
Todos los varones que vimos en palacio cubrían sus vergüenzas con telas bordadas en oro o en seda; llevaban dagas con empuñadura de oro y adornos de perlas y piedras preciosas, y sortijas a profusión.
Siempre sobre los elefantes, regresamos a casa del gobernador, precedidos ahora por sólo siete hombres con nuestros regalos.